Los cuentos de Stphen King (III): Cine, rock
Archivado en: Cuaderno de lecturas, "Pesadillas y alucinaciones", Stephen King
(viene del asiento del 20.11.21)
En 1973, en El cine, mi queridísima enciclopedia sobre la gran pantalla de la editorial Buru Lan -la primera obra sobre el tema que leí, atesoré y convertí en uno de mis textos canónicos- se decía que los dos novelistas más adaptados por los cineastas eran Julio Verne y Edgar Rice Burroughs. Si esas palabras se escribieran hoy, no hay duda de que Stephen King encabezaría la nómina de los favoritos de los realizadores. En gran medida, como él mismo recuerda, el maestro de Maine se convirtió en uno de los escritores más leídos de los últimos años desde que Brian De Palma adaptó al cine Carrie en 1976. Desde entonces hasta ahora, raro ha sido el año que no ha llegado a la pantalla más de una adaptación de King. Únicamente de este Pesadillas y alucinaciones, cuya lectura me ocupa en estas semanas y tiendo a dilatar por lo grata que me resulta, hay varias. Así, El aviador nocturno (Mark Pavia, 1997) está basada en El piloto nocturno e incluso hay una miniserie. Titulada como el libro, Pesadillas y alucinaciones, en ella se versionan ocho de los relatos aquí reunidos. Naturalmente, ante tamaña profusión de adaptaciones, no es oro todo lo que reluce. Las mejores, no cabe duda, son El resplandor (Staley Kubrick, 1980) y La zona muerta (David Cronenberg, 1983). Pero La ventana secreta (David Koepp, 2004) es una obra fallida porque no responde a las expectativas que ella misma despierta. Hay algo que se atropella cuando John Shooter (John Turturro, el tipo que acosa a Mort Rainey (Johnny Deep) por haberle robado uno de sus relatos, resulta ser una invención del propio Rainey, quien poseído por su elucubración ha cometido todos los crímenes que, se nos ha hecho creer, han sido obra de Shooter. Una de las constantes que registro en la obra de King es la de hacer materia literaria de diversos aspectos de su actividad profesional como escritor.
No sé si El dedo móvil, la novena pieza de las incluidas en Pesadillas y alucinaciones ha sido objeto de alguna adaptación. Pero de ser así, espero que haya merecido una mejor resolución que La ventana secreta. Su protagonista es Howard Mitla, un tipo encantador al que le ha ocurrido una cosa terrible, como él mismo acabará dando a entender al agente O'Bannion, cuando el policía se presente en su casa, para detenerle, al acabar su historia. Ésta es la siguiente:
Mientras mira una entrega de Jeopardy, cierto concurso que se está emitiendo en la televisión -cuyas alusiones trufarán todo el relato hasta ese comentario último de su protagonista-, Mitla escucha un extraño chirrido en el baño de su casa. Al principio cree que se trata de un ratón o una rata. Pero resulta ser un dedo humano que asoma por el desagüe del lavabo. Si asocio esta propuesta argumental a La ventana secreta es debido a que dicho dedo -que particularmente imagino un índice acusador- también tiene trazas de no ser más que una figuración de Mitla. Sin ir más lejos, su esposa lo encuentra todo normal cuando entra a hacer uso del inodoro.
King construye el relato en base a los problemas que le plantea al protagonista su obsesión y el primero de ellos es ir a evacuar. Lo resuelve bajando a comprar una Pepsi para poder orinar contra el muro del edificio donde está su casa caliente y confortable. Sus problemas no han hecho más que empezar. Al día siguiente, Howard Mitla no va a trabajar, se queda en su casa donde comienza a librar una batalla con el dedo, que va ganando en tamaño y cada vez asoma más por el sumidero. Imaginario o no, la lucha que entabla con él le lleva a rociar a su singular enemigo con un desatascador. Como tampoco así es capaz de acabar con él, se vale de una podadora. Es inútil, pero la toxicidad del producto hace vomitar a Mitla, que incluso llega a desmayarse.
Imaginario o no, la batalla que está librando contra su enemigo comienza a molestar a Feeney, un "borracho irlandés gordo y ruidoso", un vecino con quien nuestro protagonista mantiene una antigua rivalidad. Feeney amenaza con llamar a la policía y acaba haciéndolo. Cuando finalmente O'Bannion entra en escena, la realidad ha vuelto a caer de pronto sobre el piso. Todo parece indicar -según sugiere el irlandés al agente- que Mitla ha matado a su mujer, porque tenía ocupado el baño mientras él quería entrar, y ha intentado disolver su cadáver con desatascador y tirarlo por el retrete. Por eso el policía encuentra una mano.
***
Las zapatillas nos habla de un fantasma, pero también de la afición al rock del maestro de Maine. John Tell, su protagonista, es un tipo empleado en unos estudios de grabación, los Tabori, toda una institución en los primeros tiempos del rock & roll y el Rhythm & Blues. Esto da pie al autor a hacernos un primer repaso a sus músicos y bandas favoritas. Aquí se alude a Clapton, Lennon y Al Cooper, de Don McLean y de The Who. Cuando le conocemos, Tell está ayudando a un tal F. Jannings a mezclar un disco de un grupo de heavy metal -música que a King parece gustarle tan poco como Donald Trump, a quien, ya a comienzos de los años 90, el escritor ya se refería en tono jocoso (pág. 293)- y su jefe le propone volver a trabajar con él en un álbum de Roger Daltry.
Con ese telón de fondo, siempre que Tell va al servicio de caballeros del tercer piso -los baños son a King casi lo que las criptas góticas a los autores románticos-, en ese espacio al aire, que queda entre el final de la puerta y el suelo en estos sitios, en la de la primera cabina para ser exactos, ve unas zapatillas que conocieron tiempos mejores.
Cuando se habla de la "Ciudad de la Música", creí que estábamos en Nashville. Pero, andando en el cuento, se hace referencia a una autopsia, concerniente a su misterio, llevada a cabo en Pennsylvania. Sea donde fuere, las zapatillas deportivas son allí un calzado tan frecuente que Tell no da más importancia al asunto. Hasta que vuelve a ver las zapatillas en el mismo sitio y advierte que de la cabina salen moscas.
Sí señor, se trata de un fantasma, el de un camello de cocaína que comienza a aparecérsele en sueños. Será el propio espectro quién cuante su historia a nuestro hombre. El fantasma era el distribuidor de coca en los estudios. Para no perder el maletín donde llevaba su preciada mercancía, lo sujetaba su muñeca mediante unas esposas. El final del camello coincidió con una época en que Jannings estaba tan colgado con el polvo que le debía ocho mil dólares en coca. De modo que un día, en que el jefe de Tell abrió la puerta de la cabina y se encontró a su acreedor sentado en el trono, le clavó un lápiz que llevaba encima en un ojo y le dio muerte. Volvió a cerrar la puerta y regresó al cabo de un rato con una sierra y le serró la mano.
Nunca le culpó nadie de ello. Días después, Jannings se fue a una clínica de desintoxicación. Tras la cura oportuna regresó limpio y no volvió a probar la droga. La historia le es contada a Tell por el propio camello, cuya alma en pena -como en los cuentos de fantasmas clásicos-vaga por el lugar donde ha sido asesinado. Si decide contársela a Tell es porque nuestro protagonista empieza a tener problemas con su jefe, el mezclador asesino, después de que Jannings le haya confesado que es homosexual insinuándosele. Sólo por ese detalle, si esta historia apareciese hoy, seguro que su autor sería condenado por los grupos de presión del colectivo gay.
***
Cumple reconocer que, titulando, al menos aquí, King no es tan bueno como escribiendo el contenido que hay tras el título. Puede que ¿Sabes? Tienen un grupo de la leche sea el peor título de todos los aquí reunidos. Y eso que ninguno es bueno. Pero en un cuento, lo importante es el final, no el título.
Los protagonistas de este segundo ejemplo del amor al rock del escritor son un matrimonio. Se pierden en una carretera solitaria e inquietante por la cabezonería de Clark, quien quiere seguir hacia delante, aunque Mary, su esposa, estime que es mejor dar la vuelta. Como en la vida real.
El matrimonio se va adentrando en bosques terroríficos. Todos los bosques dan miedo, a mí al menos, y en éste, por el que King va adentrando a sus nuevos protagonistas, yo esperaba ver, al menos, a unos personajes como los que nos muestra James Dickey en Deliverance (1970), la mayor muestra de la brutalidad del ruralismo que yo haya tenido oportunidad de leer. Sin embargo, lo que el matrimonio descubre al final de su camino es un pueblo con trazas de limbo.
Al entrar a pedir unas hamburguesas en el bar del lugar, descubren a una joven Janis Joplin atendiendo las mesas. Al punto, no tardan en advertir que todas las personas que les salen al paso son alguno de los intérpretes fallecidos de la edad de oro del rock. La misma fascinación que les causa distinguirles, es la que les impide abandonar el lugar.
Ya por la noche, al asistir al prometedor concierto, que se imagina van a dar todos los finados, nuestro matrimonio descubre que el publico está integrado por muchos amantes del rock que, al igual que ellos -pero, desde hace muchos años-, cautivados por lo que promete ser una velada protagonizada por la fabulosa ensemble de los espectros del rock, no han podido abandonar el lugar. Lleva años así. Ese mismo destino -no poder abandonar nunca el lugar-, es el que les aguarda a los recién llegados. Creo que guarda alguna analogía con ese amor eterno -y su correspondiente fidelidad- que a muchos -a mí sin ir más lejos- les inspira el rock.
(continúa en el asiento de 29 de enero del 22)
Publicado el 8 de enero de 2022 a las 06:30.